Diagonales inundadas

Inundación en La Plata: A seis meses de la inundación más grande que sufrió mi ciudad natal comparto un relato de lo que fue aquella noche triste.

Inundación en La Plata

A seis meses de las inundaciones…

“Entró 1,70 mts de agua en casa” decía el mensaje de texto de mi madre. El celular hizo un pitido y luego se quedó mudo con la batería muerta.

Eran las siete de la mañana del miércoles 3 de abril del 2013. La lluvia había parado y amanecía en la ciudad de La Plata.

Había estado toda la noche esperando a que el agua de la calle bajara. Desde la una de la madrugada estuve mirando fijo el techo y con el teléfono entre mis manos. Lo había apretado tanto que me dolían los nudillos. Lo hacía creyendo que eso era suficiente para que sonara. Necesitaba que sonara. Ahora sabía que mi mamá y mi gato habían pasado la noche con una pileta en el living. Pero todavía hacía más de doce horas que no sabía dónde estaban mi papá y mi hermano.

Di vueltas en la cama y traté de no pensar pero no pude. En mi mente pasaban las imágenes de la noche anterior. Había tenido que atravesar toda la ciudad para llegar a un lugar a salvo. Tardé cinco horas en llegar a lo de mi novio. En el camino me encontré con vecinos en gomones evacuando ancianos muertos de frío, parques convertidos en lagunas y 4×4 encimadas como si fueran juguetes. Vi perros nadando y gatos flotando en un río marrón y furioso que levantaba autos y arrancaba árboles de cuajo. El agua estaba fría y la ciudad oscura.

La noche del martes 2 de abril fue la más larga de mi vida. Después me enteraría de que esa noche llovieron 400 milímetros en 4 horas, una cifra récord en la ciudad de La Plata. Que esa noche 190 mil platenses fueron afectados y 2.200 evacuados. Que esa noche se sufrieron pérdidas por $ 3.400 millones. Que esa noche murieron –según el listado oficial– 78 personas pero que en las versiones de los vecinos los cadáveres rondaban los 300. Días más tarde también me enteraría de que uno de los barrios más afectados fue el de Tolosa: el barrio de mi adolescencia. Y el barrio donde aún vivía mi madre.

Hacia allá fui. Caminé cincuenta cuadras. El primer impulso fue salir a la calle sin mirar hacia adentro de las casas. Muchos hicimos lo mismo, caminamos lentos como zombis después de un bombardeo, tratando de comprender qué había pasado. La gente no estaba preparada. Las calles platenses parecían escenarios de cine catástrofe como “Tsunami” o “Twister”. Una línea oscura como el petróleo marcaba hasta donde había subido el agua en las paredes de las casas.

Me costó llegar a Tolosa. A las once de la mañana todavía la Prefectura Naval impedía el ingreso a la calle de mi madre y los Bomberos seguían evacuando gente. Desde la esquina pude ver el rescate de Rulo, una viejita de unos 80 años que vivía al lado. Estaba con unas pantuflas y a caballito de un gendarme. En ese momento un fotógrafo que se colaba por ahí con el agua hasta las rodillas le sacó una fotografía. Luego supe que era de la Agence France Presse (AFP ) y que sería la foto de tapa de La Nación y del New York Times del día siguiente.

 –Ay, no me digas que se me vio la bombacha –le dijo Rulo a sus nietas cuando le contaron. En la inundación había perdido todo. Lo que no dijeron los diarios fue que en verdad no la rescató el gendarme morocho y robusto de la foto. El héroe anónimo se llamaba Agustín, un joven que se había mudado recientemente al departamento de arriba y que apenas el agua empezó a subir se acordó de que Rulo vivía sola y que medía un metro y medio. No sólo la ayudó a ella; otras diez personas desconocidas pasaron la noche en su mono ambiente.

No era la única que buscaba familiares por la zona en ese momento. En la cuadra siguiente había otra hija que como yo quería saber cómo estaba su madre. De repente sentí un fuerte zumbido y el agua estancada que se movía en forma de círculos. Desde la ventana de su casa y detrás de las rejas, Ofelia Wilhelm miró para arriba y supo que era ella. Con botas de lluvia y pantalón la presidenta Cristina Fernández de Kirchner bajó de un helicóptero, se emocionó al ver a su madre y luego caminó por Tolosa. Recibió tantos gestos de apoyo como de repudio.

¡Mi vieja está muerta, la tuya se salvó! – le gritó un vecino. Yo me sentía huérfana. Seguía sin saber cómo estaba la mía y recién a las cuatro de la tarde supe que mi padre y mi hermano de un año estaban bien. Habían pasado toda la noche en la calle, refugiados en un auto.

No aguanté más, puse el celular y la plata en una ziploc en un bolsillo de la campera, me até bien los cordones y decidí cruzar la calle 8 con el agua por la cintura. Cuando llegué la puerta de madera estaba hinchada. Golpeé fuerte.

– Ay, hija casi te quedas sin fotos de tu infancia, las voy a recuperar, están arriba secándose –fue lo primero que dijo con lágrimas en los ojos.

Suspiró hondo, meneando la cabeza. Hubo unos segundos incómodos. Mientras nos abrazamos vi secándose el álbum rosa de bebé. Estaba manchado de un barro negro y resbaloso. Detrás estaba mi gato Carbón, tan asustado como el primer día que llegó, cuando cabía en la palma de mi mano, hace 16 años. Olía a humedad; yo sentía los ojos cansados. Miré la biblioteca y estaba llena de libros mojados.

– Esto es un lujo, hay vecinos que perdieron todo, vamos ayudar a Silvia –dijo mi madre. Desde la planta alta vi el patio trasero de la casa de al lado. Allí la mujer apenas sosteniéndose en pie, con el palo del secador de piso en las manos, no podía hacer otra cosa que llorar.

– Encontré a Tini. Pensé que se iba a subir al techo, no entiendo por qué no lo hizo. No quiero que lo vean los nenes. Está en la cocina, no puedo –nos dijo la vecina.

Como no lo conocía fui yo. En la casa había un olor nauseabundo. Tomé coraje y caminé a oscuras. Estuve unos segundos buscando hasta que lo vi. Debajo de la heladera tumbada se asomaba la cola del gato, atigrada y rígida. Corrí un poco la heladera y vi sus ojos; tenían las pupilas dilatadas. Había sufrido. Me mordí los labios y actué con frialdad. Con unos guantes tomé su cuerpo duro y lo envolví en varias bolsas. Me tapé la nariz y en silencio salí a la calle donde todos dejábamos pedazos de nuestras vidas en la vereda del barrio.

Horas más tarde, con el cuerpo exhausto pero acostada en un colchón seco recordé esos ojos – pardos y compasivos – y lloré hasta dormirme.

*Texto publicado en la Universidad Orsai.

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