Sin palabras somos capaces de conectar de otra forma. Esta frase la saqué de «Pausa» de Robert Payton, un libro que invita a reflexionar acerca del concepto de la pausa y los beneficios de incorporarla en nuestro día a día. El viaje a Guinea fue una especie de pausa, de paréntesis, en mi vida.
Sin palabras somos capaces de conectar de otra forma
En la aldea Sangbaralá sentí que había llegado a un lugar donde todo lo que había aprendido acerca del mundo no me serviría de nada. Por primera vez en mi vida el lenguaje era una barrera. Nadie hablaba inglés, mucho menos español. Algunos pocos hablaban francés, un idioma que apenas conocía las palabras básicas y a diferencia de la capital donde las personas hablaban susu, aquí hablaban malinké, la lengua de la etnia malinké que comparten muchos países del oeste de África como Mali, Sierra de Leona, Liberia y Costa de Marfil aunque con sus variantes.
Con esfuerzo aprendimos algunas palabras básicas por fonética: dji (agua) isoma, tanamasi y tanasite que eran como el saludo del buen día y la pregunta si habías dormido bien. Lo que se decía dependía del horario del sol. La naturaleza estaba presente en todo momento.
Como toda esa dimensión de reglas y sonidos nos resultaba difícil, apelamos a comunicarnos a través de un lenguaje que no fuesen palabras porque todo el mundo sabe qué significa una sonrisa. Se abrió entonces un mundo de señas, de canciones infantiles, de miradas y gestos. La música era nuestra llave, ese lenguaje común y ese hilo que unía nuestros dos mundos. Enseñarles a “hacer conejito” a los niños con los labios, regalarle lápices y que te pidan una hoja de papel en blanco y que te la
devuelvan llenas de dibujos, que sonara un djembé y que pudiéramos compartir un ritmo en común.
Señalar el río Níger y que griten “bará” y que nos acompañen siempre. Estar nadando, los niños temblando, hacer la seña de chucho de frío, y arroparlos con una toalla. Que te den la mano mientras caminás y que caminen a tu lado, 4 kms de aldea a aldea atravesando ríos en silencio pero con una sonrisa de oreja a oreja que hiciera que todo valiera la pena. Que bostecen, hacerles upa y que se queden dormidos en tus brazos
Que les sorprenda nuestra piel blanca y el pelo lacio y que te acaricien una y otra vez con delicadeza. Que sea de noche y que los niños supieran que tenían que volver a sus casas, que se haga de día y que estén jugueteando por la aldea con una rueda pinchada de bicicleta y una cacerola oxidada; sus únicos juguetes. Enseñarles a bailar “un tallarín” y que nos enseñen juegos de mano, con canciones impronunciables pero a base de imitar el cuerpo. Que nos regalen una flor (que decían neré) una mañana cualquiera de febrero.
Estar en presencia, era solo eso. Nada más y nada menos. Conectar con otras formas de comunicarnos más allá de las palabras. En Sangbaralá, lo corporal era nuestro lenguaje en común y nuestra forma de expresar lo que sentíamos. Y allá aprendimos que el cuerpo no miente.
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