Crónica de un atardecer en la aldea de Sangbaralá, Guinea, África.
Un atardecer en la aldea de Sangbaralá
El viaje a Sangbaralá de 23 hs para hacer 500 kms nos dejó tan cansadas que el primer día en la aldea recién nos levantamos cuando los gallos ya estaban difónicos y el calor sofocante del mediodía ya se empezaba a notar. Me acuerdo que salí del mosquitero donde dormíamos y me aseguré de acomodarlo bien para que no entrara ningún bicho.
En el camino empezaron a aparecer los saludos de la gente de la aldea. Isoma, tanasi, tanasité. Habíamos aprendido esas frases en malinké que era el típico saludo de la mañana donde nos preguntaban si habíamos dormido bien. Obviamente tardamos unos días en pronunciarlo bien pero su sonrisa y sorpresa al recibir la respuesta, hacía que valiera la pena.
Ese primer día era para descansar. Realmente lo necesitábamos. Recuperarnos del viaje en la combi y de las 2 clases intensas que teníamos por día. Igualmente es loco cómo el cuerpo después de desafiarse y pasar incomodidades, atraviesa ciertos umbrales. Luego de comer arroz y pescado frito nos fuimos a tomar unos mates al río, como quien agarra la lona, el mate y se va a la plaza más cercana de su barrio. Caminamos en bajada unas cuadras acompañadas de niñes que sin mediar palabra nos tomaron de la mano.

Apenas lo vi me quedé muda. Estaba frente al río Niger. Aquel que había estudiado en la escuela en los libros de geografía. En ese momento me cayó la ficha. Flaca, estás en África, entendés? En Á-fri-caaaa.
Nos arremangamos y cruzamos el río caminando. Era más ancho de lo que había imaginado y lo que más me llamó la atención fue que me podía ver los pies a través del agua. Meternos en el Níger era tan refrescante que luego se volvió un ritual después de cada clase de danza. Bañarnos en sus aguas, cada día entre risas y complicidades. El Níger tenía el poder de renovarnos.

Ese primer día nos quedamos a ver cómo el sol se escondía de ese lado del mundo. Lentamente fue desapareciendo detrás de árboles milenarios, dejando oscura a toda la aldea.

Fue de esos atardeceres que cuando estás quejándote de la rutina caótica en tu ciudad -pero con muchos privilegios naturalizados – y necesitás cerrar los ojos para pensar en un momento de calma aparece Sangbaralá entre los primeros recuerdos.

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